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Por María Montesino, socióloga e investigadora especializada en estudios rurales. Coordinadora de La Ortiga Colectiva y productora agroecológica en La Lejuca.

Habitar es poner el cuerpo, una manera de estar en el mundo que nos invita a conectarse con lo que nos rodea. Este pequeño texto es una invitación a pensar las culturas como ecosistemas donde todo está interrelacionado, donde situar la vida en el centro y tener en cuenta las relaciones de ecodependencia con otros seres vivos y con los ecosistemas. 

Producir alimentos es producir cultura y la cultura es, a su vez, un alimento necesario para la vida. Culturas que son tensiones, expresiones, creación, impulso, conflicto, vínculo. Una cultura comunitaria que se expande, que se abre, que fomenta las prácticas culturales transversales y transdisciplinares, donde todas las personas puedan participar. Entender la cultura en un sentido amplio y horizontal, como proceso, potencia, derecho, disfrute, transformación, lucha. Con una mirada situada en contexto, sin dejar de atender a lo que sucede en otros territorios. Lo cultural como algo extensivo, donde los ecosistemas culturales tengan una presencia fundamental y la cultura sea una actividad esencial para el sostenimiento de la vida.

Imaginarios y narrativas que giran en torno a prácticas culturales diversas: artes, ruralidades, ecología, feminismos, alimentación, letras, pensamiento crítico. Todo ello para facilitar la participación comunitaria, el apoyo a las personas que habitan un territorio y el desarrollo de una soberanía del tiempo y de la alegría.

Y hacerlo sembrando desde las ruralidades, desde el habitar una tierra y un paisaje que es también cultural. La potencia de las semillas no está sólo en la tierra, sino en la posibilidad de que las lleve el viento y viajen a otros lugares. Esa idea de viaje, de aterrizaje en otros paisajes es fundamental para conocer a los otros y huir de las purezas. Estas reflexiones se podrían resumir en la importancia del habitar entendido en un sentido social, cultural, ecológico y político. Tomar conciencia de que el mapa no es el territorio, que es necesario pensar desde lo concreto y situado, pero también desde la diversidad de contextos y, a partir de ahí, ver qué posibilidades tenemos de tejer redes. Proponer a partir un habitar en común que es el fermento para continuar la siembra de culturas críticas. 

Eso que llamamos ruralidades son, probablemente, escenarios para (re)pensar imaginarios de futuros posibles, de convivencia con el ecosistema natural, cultural, social. También la posibilidad de habitar los conflictos y, por tanto, la necesidad de tener que entendernos para poder sembrar vidas en un mundo más habitable. Afortunadamente, las semillas vuelan.